31/5/10

Tres vidas de santos

EDUARDO MENDOZA, Tres vidas de santos

No hay una verdadera unidad temática en los tres relatos que conforman el último título dado a las librerías por Eduardo Mendoza, así que resulta complicado escribir una única reseña que los abarque, por lo que optaré por la cobardía del camino fácil y les ofreceré una minireseña de cada uno de ellos.

En el primero, La ballena, el obispo Cachimba, que al final será llamado sólo Fulgencio, llega a Barcelona enviado por el obispado y se aloja en la casa de una familia pudiente. Más adelante se producirá un golpe de estado en su país de origen y la iglesia lo abandonará a su suerte, no haciéndose ya cargo de él. Todo el relato tiene cierto tono costumbrista y, al menos para mí, su prosa algo de hipnótico que no alcanzan los otros dos. Hace unos días le comenté a una amiga cómo Últimas tardes con Teresa creaba en mí la ilusión de recordar una Barcelona que en realidad nunca he conocido. No es la única novela con la que eso me sucede, son varios los autores que se han empeñado en mostrarnos esa Barcelona que creemos reconocer al leerla y que buscamos cuando la visitamos. Mendoza es uno de ellos y este primer relato participa en parte de esa ilusión. Así pues, conforme lee, uno no puede evitar buscar en su falsa memoria todos esos lugares en los que transcurre la acción, especialmente los del puerto de la ciudad, que la gente de mi edad ya no sabe muy bien dónde ubicar.

Pero no es esta representación nostálgica lo único que el relato ofrece. Mendoza hace una suerte de crítica de la iglesia que no llega a extender a todos sus miembros. Se trata de lo sucedido en tres momentos del relato: la estricta confesión de la tía Conchita, cuando ésta echa de casa a Fulgencio porque conoce sus "pecados" y cuando el obispado lo abandona. Aunque hablar de crítica a la iglesia no sería del todo justo aquí, sino más bien de denuncia de las falsas apariencias y la hipocresía, pues en similares faltas incurren también el resto de personajes sin que la religión esté en absoluto involucrada: el tío Víctor expulsa veladamente a Fulgencio de su casa cuando ya ningún prestigio le proporciona, la madre del protagonista (más bien del narrador, pues el protagonismo recae en el obispo) lo acoge con cierta desgana y casi todas las acciones llevadas a cabo por los personajes acaban revelándose de interés propio. Sólo Fulgencio parece evolucionar, sólo él da muestras de aprender de sus errores, de mejorar, de buscar el camino correcto para vivir. Él y el narrador, aunque este último lo hace por imitación del anterior, que se irá convirtiendo en algo así como su maestro en al vida.

El segundo cuento, El final de Dubslav, me resultó en cierta medida incómodo de leer, no conservé en él las ilusiones despertadas en el primero. En un principio lo achaqué a la ausencia de Barcelona en el relato (uno acaba adquiriendo la costumbre de asociar ciertos autores a ciertos temas), y hace un mes leí en algún sitio que la narración había sido totalmente despojada del nexo "que", lo que le daba cierta artificialidad. No pude resistirme a revisar sus páginas y, efectivamente: ni un solo "que" en todo el relato. Y era cierto, esa ausencia es la que lo vuelve artificial y de incómoda lectura. Aunque más allá de eso, El final de Dubslav tampoco resulta especialmente interesante. Todo él consiste en un viaje de realización personal para llegar a descubrir la futilidad del esfuerzo, algo ya tantas veces visto, en este caso en al piel de un hijo que trata de emular los éxitos de su madre y en eso se le va la vida. Todo este esfuerzo se resume en la siguiente frase clarividente, quizá la joya escondida en un cuento que no ha llegado a interesarme demasiado: "Antes de ser alcanzado, el éxito no existe, sólo es motivo de ansiedad; pero cuando llega es peor: después de obtenido, la vida no se detiene y el éxito la ensombrece; nadie puede repetir constantemente el éxito y al cabo de muy poco el éxito se convierte en una pesada carga; se necesita de nuevo, constantemente, pero ahora a sabiendas de su inutilidad."

El último relato, El malentendido, recupera la genialidad, o al menos el buen hacer al que Mendoza nos tiene acostumbrados, del primero. Una profesora de literatura comienza a dar clases en una cárcel. Uno de los reclusos se muestra aventajado y, cuando cumpla su condena, terminará por convertirse en escritor. Tal y como dice la solapa del libro, "es una profunda reflexión sobre la creación literaria", aunque yo diría que es más bien una burla de dicha creación. El autor se toma aquí el proceso de escritura de una manera bastante burlona. ¡Ojo! El autor, no el narrador, pues este último se lo toma muy en serio, lo cual acentúa ese punto humorístico. Dos son los protagonistas del relato: la profesora y el recluso. Aquella da una visión muy seria en la que la literatura es uno de los pilares culturales de la civilización. Éste se ve envuelto en el mundo novelístico por accidente y su visión es mucho más inocente, se siente un farsante en un mundo que todos parecen tomarse muy en serio excepto él. Ante este choque de actitudes, el lector no puede sino reírse ante la excesiva seriedad con la que se observa ese mundillo, aunque esa risa se vuelva amarga al cabo, pues ya no reconocemos la admiración por esos intelectuales en nuestro propio mundo.

Y después de todo esto, acabaré por el principio: el prólogo. En él, el autor nos advierte de que los relatos que componen Tres vidas de santos no son nuevos, sino que fueron escritos en tres momentos distintos de su carrera, en el mismo orden en el que aparecen en el volumen. Bien podría tratarse esto tan sólo de un juego literario, pero aunque así lo fuera refleja bastante bien la carrera que ha seguido Mendoza, desde sus inicios haciendo literatura de Barcelona (La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios...), hasta una actualidad en la que el tema literario, aunque tratado de manera humorística, está muy presente en sus obras (El último trayecto de Horacio Dos, El asombroso viaje de Pomponio Flato...). A fin de cuentas no nos importa si es nuevo o no, mientras siga escribiendo.

16/5/10

Robin Hood


HOWARD PYLE, Las alegres aventuras de Robin Hood

Robin Hood vive oculto en los bosques de Sherwood desde que, siendo aún joven, mató uno de los ciervos del rey y se convirtió así en un proscrito. Desde que aquello sucediera, ciento cuarenta hombres más se han unido a sus alegres proscritos. Ocultos entre los árboles roban las dos terceras partes de su cargamento a todo aquel que se enriquece con métodos poco honestos y pasa por el camino del bosque, y de lo sustraído la mitad lo dedican a obras de caridad. Sus compañeros más cercanos son el Pequeño John, su mano derecha, su sobrino, Will Escarlata, y el bardo Alan de Dale.

Este es el argumento básico de Las Alegres aventuras de Robin Hood, una novela de puro entretenimiento que su autor utiliza en muchas ocasiones para desarrollar una especie de locus amoenus de corte medieval. Sin duda Howard Pyle era un gran conocedor de la Edad Media, y nos regala en esta novelita de aventuras una descripción de la vida cotidiana de aquella época, más bien del ocio que entonces era habitual y que choca en ocasiones con nuestra manera de entender la diversión, tanto ha cambiado el mundo. Si bien el estilo de la novela no es en absoluto medieval (gracias a Dios, pues es de agradecer el que sepa mantener la perspectiva), sí que lo es la forma de la narración, empezando por esa máxima del medievo que tan mal parecemos entender en la actualidad: deleitar aprovechando. Pyle pone un gran énfasis en las formas de entretenimiento medievales, siendo la música una de las que más importancia cobran dentro de la novela. No son pocas las veces en que alguno de los personajes entona canciones que son escuchadas con gran interés por sus interlocutores, mediando siempre en el capítulo un juego de falsas modestias que son inmediatamente puestas al descubierto por el entretenimiento proporcionado. Varios personajes instan a uno a cantar, que en un principio finge negarse, pero que acaba accediendo a cambio de que los demás también canten para poder disfrutar asimismo de ese modo de diversión. Siempre se niegan, pero siempre cantan. Hay que tener en cuenta para entender esto que la música era una forma de entretenimiento (la música con instrumentos, se entiende) al alcance tan sólo de los muy ricos, pues para disfrutar de ella había que ser capaz de mantener a un grupo de músicos, como mínimo a uno solo. Es como si hoy en día para poder escuchar, por ejemplo, a Def Leppard, tuviéramos que darles alojamiento, comida y un sueldo, algo a todas luces imposible para el común de los mortales. Así pues, este grupo de proscrito que luchan contra los abusos de los ricos lleva en realidad una vida muy relajada y lujosa, aun cuando viven en plena naturaleza. Y si observamos de cerca esas canciones, veremos que se trata de letrillas y romances, con un sabor muy popular (aquí no puedo asegurar si las compuso el propio Pyle para su novela o si son auténticas cancioncillas de la época, pues desconozco la lírica medieval inglesa), y eso nos ayuda a comprender el contexto en el que toda esa poesía ligera nació.

Otro de los entretenimientos de la época que observamos, son los concursos de diverso tipo que las clases pudientes organizan para diversión propia y del pueblo, ganándose de esa forma las simpatías del pueblo (pan y circo). No eran estos tan comunes pues no dependen del propio pueblo por su escasez de recursos, aunque aparecen varios de ellos en la novela, entre los que reconoceremos aquel concurso de tiro con arco cuyo premio era una flecha de oro y que estaba pensado para atrapar al jefe de los proscritos, por la película de Disney.

Pero la principal enseñanza de la novela es de orden moral, y tan sencilla como que hay que ser honestos. Vemos cómo desfilan por sus páginas personajes pudientes que se han enriquecido en muchas ocasiones a costa de otros a los que han engañado (o intentado engañar), y cómo todos ellos son sistemáticamente saqueados por los hombres de Robin Hood. Sólo aquellos que han ganado su dinero de forma deshonesta, pues también tenemos el ejemplo de un noble que nunca trató de estafar a nadie, y que no sólo no es desvalijado por los proscritos, sino que incluso recibe su ayuda. En cierta ocasión, incluso, Robin desvalijará a unos mendigos, dejando bien claro que no sólo los ricos tienen la obligación de no aprovecharse de sus semejantes porque sus bienes lo hagan innecesario, sino cualquier persona, sea de la condición que sea. Incluso el final de Robín Hood vendrá marcado por su forma incorrecta de actuar, al rebelarse contra las órdenes de su rey.

Hoy en día es difícil encontrar una novela de estas características, no sólo por la ingenuidad de su personaje principal, que representa el opuesto de los ideales actuales, sino por su estructura tan episódica que permitiría incluso leer sus diferentes partes en orden aleatorio. Si bien la historia guarda un orden, cada uno de sus episodio conforma una historia cerrada que podría ser leída independientemente. Eso hace que las subtramas no vayan desarrollándose a lo largo del relato y cerrándose paulatinamente como estamos acostumbrados a ver en la novela actual, sino que surjan y terminen en un período muy breve. Aunque esto no represente ningún problema a la hora de llevar a cabo la lectura, que resulta muy ágil. Es más, esta estructura justifica del todo el título, Las alegres aventuras de Robin Hood, pues eso es lo que es, un colección de aventuras.

La novela, en fin, es una lectura ligera pero muy provechosa si se sabe leer entre líneas, con una estructura secilla que permitirá que cualquier lector, del nivel que sea, pueda acercarse a ella sin problemas. Por otro lado, los que crecimos con las aventuras del zorro de Disney y más adelante vimos a Errol Flinn vestido de verde (como muchas veces insiste la novela que hacen Robin y sus proscritos, pues ese era uno de los colores más comunes de la ropa de camino, así que no es camuflaje en el bosque lo único que les ofrece, sino en buena medida también social), o nos entusiasmamos después con la versión de Kevin Reynolds, no podremos evitar echar de menos a Lady Marian, a la que ni una sola vez veremos aparecer entre las páginas del libro que tenemos entre manos. Quizá haya que buscarla en las páginas de Dumas, Pierce Egan the Younger ,en el libreto operístico de Harry B. Smith o en las baladas medievales. En las páginas de Walter Scott les aseguro que tampoco aparece.

8/5/10

Kiki de Montparnasse


CATEL & BOCQUET, Kiki de Montparnasse

La historia trata sobre una modelo que hace carrera en el París de la bohemia: mal empezamos. Advertiré antes de comenzar que me resulta difícil ser objetivo, pues siento no poca aversión hacia todo esa teatralidad de la bohemia, quizá por lo mucho que he tenido que sufrirla en mis años de universitario; pero que quieren, en una carrera como la filología uno se encuentra con demasiado sufridor con ganas de exhibir una supuesta liberalidad sexual.

A lo que iba. Kiki es una niña de provincias que va a vivir con su madre a París. Allí, al crecer, se hace modelo para pintores y toda su vida a partir de ese momento la pasará metida en el mundo de los artistas, el sexo y las drogas. Solo falta el rock'n'roll, vamos. El caso es que a pesar de todo este atrevimiento argumental no encontramos nada novedoso ni impactante en sus páginas; la disposición de las viñetas es muy clásica, al igual que los puntos de vista que nos ofrecen, e incluso nos damos de bruces con cierta moralina antridrogas llegados a un punto de la lectura.

Sin embargo sí que se nota cierta ambición en la novela, aunque no llegue a conseguirse su objetivo. Parece que los autores pretenden que esta novela gráfica suponga para Francia algo así como lo que La época de Botchan supone para el Japón. La representación de una de las épocas artísticas más importantes de cada uno de los dos países en el mundo moderno. Sin embargo toda la representación social que la obra de Sekikawa conseguía está ausente de esta Kiki de Montparnasse. En lugar de captar la esencia de la época, lo que nos ofrecen es tan solo un desfilar de anécdotas intrascendentes que poco aportan a la ambientación o al relato. Es más, muchas acciones quedan sin continuidad y se nos hace difícil entender después por qué sucede lo que sucede. Por ejemplo, cuando Kiki se hace modelo la ruptura con su madre es casi de odio pero luego su muerte supone la pérdida de un ser muy querido, al tiempo que no entendemos el porqué del odio de las mujeres de su pueblo, con las que hasta entonces parecía llevarse de maravilla. No se consigue tampo una identificación con la protagonista, a la que vemos pasar por la historia sin que nos importen demasiado sus victorias o desventuras.

Comparando esto de nuevo con La época de Botchan, quien lea Kiki no entenderá la época artística ni política por la que pasaba el país, como sí ocurría en aquella, ni entenderá la relación con el extranjero, los Estados Unidos en este caso, como sí ocurría en aquella, ni comprenderá el porqué de la aparición de tanto personaje del mundo de la cultura, como sí ocurría en aquella, y así un largo etcétera. Y no crean que esta comparación es gratuita, pues Kiki de Montparnasse sí que persigue todos esos objetivos, pero lamentablemente ese gran objetivo termina quedando en nada.

2/5/10

El Pistolero


STEPHEN KING, El pistolero (La Torre Oscura I)

Una de dos: o mis gustos no han sabido avanzar a la velocidad de los tiempos o soy un imbécil incapaz de distinguir una buena obra literaria cuando la tengo delante. Algo así es lo que me sucede ante la terrible decepción que me he llevado al llegar a la última página de El pistolero, la primera parte de la saga de La torre oscura, de Stephen King. Había sido tal la avalancha de recomendaciones sobre esta novela que no puedo evitar pensar que mi criterio se está viendo seriamente mermado. Y no es sólo que no me parezca una buena novela, sino que ni siquiera entiendo por qué es una novela.

La edición que obra en mi poder es la relativamente nueva y “de lujo” que se editó hace no mucho tiempo en español debido a la finalización de la saga. Entrecomillo lo de "edición de lujo" porque, de acuerdo, viene acompañada de unas láminas bastante interesantes sobre la historia, pero en lo referente al resto tampoco está tan cuidada: es una edición normal y corriente, como la que se hace a todos los libros nuevos, con el texto bastante bien encuadrado (podría estarlo mejor), pero la hojas ni siquiera están cosidas al interior del lomo.

El caso es que la historia no pasa de narrar una serie de acontecimientos aislados y sin demasiada relación de continuidad, que parecen funcionar sólo como prólogo de otra cosa y ni mucho menos forman un todo que cierre una historia ni una parte de ella, porque, como ya venía apuntando, no hay ninguna historia en estas páginas.

La edición va precedida de una introducción escrita por el propio King, en la que, craso error, deja al descubierto todos los defectos de los que luego nos daremos cuenta que adolece la “novela”. Empieza contando cómo este relato se le ocurrió al leer de jovencito El señor de los anillos. Podría ahorrarnos esta información, pues cualquiera podría darse cuenta de ello al enfrentarse a una historia en la que un protagonista busca una Torre en la que parece haber oculto alguna especie de mal ancestral. Después nos cuenta cómo descubrió el enfoque que quería darle a la historia: vio en el cine al Clint Eastwood de El bueno, el feo y el malo. Y, evidentemente, copió los paisajes e intentó copiar también el tipo de diálogos de los westerns de Leone. Por último, indica que es una novela de juventud y que años más tarde ha corregido los errores de estilo debidos a dicha juventud, aunque personalmente ni creo que lo haya conseguido ni veo mucha diferencia entre esos errores y los que se abren camino a lo largo de otras de sus novelas. Estos son los tres puntos flacos; suficientes, creo yo.

En suma, tenemos la siguiente “novela”: una historia que se desarrolla de la misma manera que El señor de los anillos (brujos inalcanzables, seres de tiempos ancestrales que guardan un conocimiento negado a los hombres, personas portadoras de mensajes incomprensibles en el momento pero que marcarán la vida del protagonista...), con las características de las películas de Sergio Leone (largos desiertos que atravesar, personajes sin rumbo ni destino, diálogos parcos dispuestos a los sobreentendidos, héroes sin una moral definida...) y plagada de recursos estilísticos que a menudo recuerdan al jovencito que escribió la novela y que King parece que nunca ha dejado de ser.

Esto último hace que nos encontremos con demasiadas cosas que chirriarán en los oídos de cualquier lector. Descripciones de una candidez tal que casi nos hacen sonreír ante la ocurrencia: “el desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos”. Comparaciones que ni aportan nada al relato ni son originales, ni ingeniosas, ni necesarias; y de éstas hay muchas, una gran profusión de un recurso tan gastado como fácil (y por lo tanto fácil de usar mal, como hace no sólo King, sino una cantidad demasiado grande de escritores): “como un perro que se persigue la cola, volvió a acosarle la insistente canción”, “esta ironía, como el romanticismo que hallaba en la sed, le resultó amargamente atractiva”.

Por último, la personalidad del pistolero resulta terriblemente endeble, rasgo que queda subrayado por la insitencia que se pone en ella. Quiere ser el rubio de los dólares pero no llega a conseguirlo nunca. Sus diálogos breves necesitan ir siempre acompañados por una explicación del narrador porque King no tiene la suficiente destreza. Hace demasiado hincapié en que quiere perder sus lazos con la humanidad, pero nada lo refrenda en toda la novela, hasta el punto de que cuando, hacia el final, por fin hay un acto que podría hacerlo, al suceder resulta casi ridículo e incomprensible. Y su relación con el hombre de negro, que parece querer ser misteriosa, no pasa de ser díficil de entender e incluso a veces ridícula.

Ya avisaba el autor que quería escribir la novela más larga jamás escrita, y parece que va camino de conseguirlo pues, como ya he dicho, estas trescientas páginas no pasan de ser un simple prólogo (sin demasiado interés, si se me permite decirlo). Por otro lado, ya he caído en la red: es medianamente entretenido (eso no voy a negarlo) y no puedo comenzar una saga sin acabarla (sólo Harry Potter tiene el mérito de haber conseguido que no quiera seguir leyendo), de modo que estoy condenado a terminarla. Ya volveremos a hablar cuando lea la segunda parte, nadie sabe cuando será.