19/3/10

Los negros del traductor


CLAUDE BLETON, Los negros del traductor

Dos borrachos, hombre y mujer, conversan bajo un puente parisiense y, ante la respuesta afirmativa de ella, él comienza un curioso relato de sus vida, en el que primará la experiencia literaria que su trayectoria como traductor le ha brindado.

Así comienza una novela que, según avancen sus páginas, se irá convirtiendo en un fresco del mundo de la literatura y en una reflexión sobre los métodos de traducción y la figura del propio traductor. Nos adentramos pues, con cierto miedo, en el mundo de la metaliteratura, en un experimento similar al que Eliyahu Goldratt nos propuso hace años con La meta, y que tan flojo resultó a nivel literario, contando entre sus hallazgos con comparaciones tan infantiles como aquella entre un grupo de boy-scouts y una organización empresarial.

Pero salvando las distancias con aquel experimento literario, el que ahora tenemos entre manos resulta mucho más interesante. Las primeras páginas nos relatan el inicio de la vida de nuestro protagonista, Aaron Janvier, y de su incursión en la alta sociedad, y resultarán un tanto tediosas para aquellos desconocedores de la literatura europea en general y de la española en particular. Se trata de unas cuarenta páginas llenas de referencias a obras, autores y costumbres muy presentes en el mundo literario subpirenaico, pero pronunciadas de manera velada, lo que puede desembocar en el abandono del lector antes de llegar al verdadero asunto que trata la novela.

Y es que ese verdadero asunto es, no tanto el mundo de la literatura en el que ya se nos ha sumergido, sino el de la traducción. Aaron comienza su periplo editorial realizando unas traducciones, digamos bastante libres, en las que lo que prima no es la fidelidad al original, sino esa prostitución por la cual se le da al lector de la lengua de destino lo que busca, y que por lo tanto hará crecer las ventas, muy al estilo de las "traducciones" del siglo XIX. Aquí comienza esa discusión sobre si debe primar la labor del traductor casi por encima de la del autor, o si por el contrario aquel debe ser una figura casi invisible, pues no olvidemos que en toda traducción lo que nosotros leemos no son las palabras elegidas por el propio autor, sino las que su traductor ha considerado las más adecuadas para nosotros.

Más adelante, y siguiendo en la misma línea, Aaron se convertirá en autor de sus propias traducciones, suprimiendo de ese modo la molestia de tener que doblegarse ante un autor, y obligándonos a preguntarnos, por ejemplo, hasta qué punto es importante Shakespeare en Romeo y Julieta cuando la leemos en español, pues ni su poética, ni sus palabras ni, muchas veces, su retórica son lo que tenemos en nuestras manos. De esa manera él se convertirá en el artífice absoluto de sus traducciones, que llevará a cabo sin la necesidad de ningún original, que deberá ser escrito a posteriori por un autor desconocido de su elección dispuesto a doblegarse a sus exigencias. Pero esa estratagema no podrá durar eternamente, pues cuando él cree que se ha librado de la tiranía del autor original, lo que realmente sucede es que se ha puesto en sus manos. Es en ese momento cuando las preocupaciones literarias desaparecen de la novela y comienza una trama policíaca que no llega a resolverse jamás después de haber sido cuidadosamente planteada, tal como ocurriera en Travesía del horizonte, de Javier Marías.

Cuando uno de sus "autores" se rebela contra él, Aaron teme que delate sus falsas traducciones y acabe así con su carrera y decide eliminarlo. Tiene éxito y eso provoca una serie de asesinatos, en los que irán cayendo todos aquellos que no acaten con sumisión las exigencias del traductor: la eliminación del autor ha pasado a ser algo físico y real. Esta sangría continuará hasta que un policía jubilado descubra la hecatombe producida entre los literatos españoles, todos ellos unidos por un único traductor.

Por otro lado la novela se ve salpicada por las tramas de todas las novelas que Aaron va "traduciendo". Tramas estas que son tomadas de forma cómica por lo exagerado, pero que resultan de lo más clarividente, extrapolables a una sociedad con un terrible gusto por lo imposible pero que no parece ser capaz de identificarse a sí misma cuando se ve reflejada.

Si algo hay cierto sobre esta novela, es que resulta una experiencia cuando menos interesante y que no nos permitirá volver a acercarnos de forma inocente a un libro traducido, martilleándonos con la incesante pregunta de a quién estamos leyendo realmente, si a Shakespeare o a su traductor.

13/3/10

Tu rostro mañana


JAVIER MARÍAS, Tu rostro mañana

Parecía que Mañana en la batalla piensa en mí se había erigido como la mejor novela de Javier Marías y que ninguna otra iba a desbancarla de ese puesto, y de hecho hemos tenido que esperar bastante a que eso sucediera, con la aparición de la descomunal Tu rostro mañana, en la que Marías vuelve a echar mano de una frase de Shakespeare para su título. En ella se narra un nuevo capítulo en la vida de Jacobo, Jaime o Jacques Deza, personaje que ya nos había acompañado en anteriores novelas del autor. Tupra, un oscuro hombre inglés, conoce a Deza en una de las fiestas que acostumbra a dar el amigo de ambos, Sir Peter Wheeler. En ese momento Tupra se dará cuenta de que Jaime posee la extraña habilidad de saber hoy cómo serán mañana los rostros de las personas, es decir, que es capaz de averiguar cómo se comportaría cada persona en diferentes circunstancias. Como muy bien explica Tupra, una persona es buena porque su vida le ha permitido serlo, pero, ¿seguiría siéndolo si se viera involucrada, por ejemplo, en una guerra? Por este motivo lo contrata para formar parte del MI6 como"lector de personas", un lector capaz de saber cómo terminará el libro saltándose las páginas intermedias.

De esta manera Marías sigue indagando en las relaciones interpersonales y en el comportamiento social, convirtiendo a Jaime Deza en una especie de alter ego de sí mismo, salvando siempre las distancias literarias, claro está. Marías siempre ha cargado sus tintas contra aquellos franquistas que una vez llegada la democracia parece que siempre fueron demócratas, y argumentan, algunos de ellos, que en aquella época había que actuar como actuaron para salvar el propio pellejo. Él siempre expone como contrapartida a su padre Julián, cuyo "rostro" continuó siendo el mismo a pesar de las vicisitudes, mientras que el de aquellos cambió. Pero a Marías parecen haberle entrado dudas sobre su propio "rostro", que a pesar de haberse mantenido íntegro hasta ahora, lo ha hecho sin vicisitudes que pudieran provocar ese cambio. Y ese influjo externo aparece para Jaime Deza a lo largo de las páginas que nos ocupan, y logra hacer mella en él, motivo por el cual Tupra, también excelente "lector de personas", lo había elegido para el trabajo: quería no a Jacobo, sino al tipo en el que se convertiría.

El padre de Jaime resulta ser un alter ego casi perfecto de Julián Marías, un tipo que sufrió la violencia de la Guerra Civil, la de la posguerra y que incluso fue denunciado por su mejor amigo, pero que nunca permitió que su integridad se viera afectada. Jaime está familiarizado con esas historias de violencia, la ha oído muchas veces, pero nunca las ha vivido. No, al menos, hasta entrar a las órdenes de Tupra. Entonces sus transformación para por dos fases. En una primera se ve envuelto en una violenta paliza contra un compatriota suyo, y no participa pero tampoco la detiene. Su firme actitud social se ve mellada y queda sin argumentos para defenderla, dando un giro a sus convicciones: no nos volvemos violentos cuando las circunstancias nos obligan, sino que lo somos y sólo las circunstancias sociales nos mantienen apaciguados. Y pone vívidos ejemplos del franquismo y el nazismo: las circunstancias sociales se lo permitieron y se volvieron monstruos.

En la segunda fase él mismo es el artífice de esa violencia, pero no una violencia repentina, sino calculada en cada uno de sus pasos, con un nivel de amenaza creciente destinado a provocar el terror en su víctima. Así, Jaime se descubre tal como es y tal como "sería si...", y Javier Marías parece confesar que no, él no es tan bueno como su padre, pero es capaz de afrontarlo y responder por ello, cosa de la que tantos hoy en día escapan.

9/3/10

Joyas literarias juveniles


Joyas literarias juveniles, tomo 21

Recientemente un amigo me ha regalado una edición moderna de aquellos cómics que en nuestra infancia (y en épocas anteriores a ella) se hacían de grandes clásicos de la literatura para acercar a los niños a ellos. Hoy ese concepto, por desgracia, parece ya no existir, en favor de una exagerada proliferación de novela pseudoinfantil que parece buscar, más que la formación de un criterio cultural, una simple cifra de ventas. De verdad creo que Michael Ende es el último gran novelista para niños, Miguel Delibes en el caso de España (todos los niños deberían leer Tres pájaros de cuenta).

Lo bueno de aquellos cómics es que nos acercaban las grandes historias que había producido el ingenio humano, pero en una clave que nos resultaba mucho más cercana a nuestra aún corta edad. El paso del tiempo se encargaría después de que los recordáramos con nostalgia y quisiéramos acercarnos al texto original.

Y este obsequio fue doblemente interesante, pues no sólo trajo de vuelta a mis manos aquella época, sino que además el volumen traía consigo tres títulos que jamás he leído, ni en su versión comiquera ni novelística. El primero de ellos Enrique de Lagardère (El jorobado, en su título original) de Paul Féval, sí que era un viejo conocido por sus versiones cinematográficas, la última de las cuales, si mal no recuerdo se titulaba En guardia y se anunciaba con la frase "si tu no vas a Lagardère, Lagardére irá a ti". Lord Jim de Joseph Conrad y Las aventuras del Barón de Münchausen son los otros dos títulos que completan el tomo. En ellos la historia queda despojada de cualquier cosa que no sea la pura aventura, que es lo que atrae al niño, pero así debe ser: eso aviva su imaginación y lo predispone al descubrimiento, a la búsqueda, más sosegada esta vez, de las obras originales y de todo el mundo literario y cultural que se desprende de ellas.

Como contrapartida, hay que admitir que el dibujo de estos cómics no ha envejecido demasiado bien y necesita un urgente lavado de cara, porque esas viñetas de aspecto antiguo y tan rígidas lo tienen difícil para atraer a un público que está acostumbrado, en la actualidad, a algo mucho más dinámico. Estaría bien que alguna editorial se dedicara a reescribir en clave de cómic a los grandes clásicos, tal como se hizo entonces, actualizando su estética, de la misma manera que que se hace en el cine. Porque al público infantil hay que ofrecerle, no exigirle, lo que me hace pensar en lo infantiles que nos hemos vuelto como público cinematográfico.